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martes, 25 de noviembre de 2014

¿Tu quoque…?



“La situación política, social, moral, cultural, territorial... es absolutamente inestable. Eso coincide con una apreciación que todos los historiadores serios han hecho de los periodos de sucesión. Periodos que son largos en el tiempo y de fuerte crisis social y política.”


Esta declaración de uno de los intelectuales que integran la lista de mis preferencias, en términos de comentaristas políticos, me ha dejado en estado de estupefacción.

Me resulta difícil asumir que su lenguaje habitualmente riguroso y preciso, se haya contaminado con esa especie de esperanto que aglutina a una larga listas de grupos heterogéneos de “progresistas” de todo pelaje.

La doxa común  de ese confuso revoltijo resume un pesimismo cateto y simplificador, del que se está aprovechando una minoría zarrapastrosa que se abre camino, entre la indiferencia general.

También, otra parte de ingenuos, tratan de exorcizar una especie de temor difuso al futuro inmediato con expresiones pasablemente catastrofistas, que los interesados ya están capitalizando con el rumboso término de “el miedo de la casta”.

Lo cierto es que la alusión a la valoración de los períodos de transición - así, en general- que hacen los historiadores serios mencionados por Juaristi, no puede constituir un argumento digno de tenerse en cuenta, más que como un recurso retórico en apoyo a su afirmación del estado general de nuestra sociedad, que por otra parte, no me parece que tenga más alcance que el de una respetable, pero discutible opinión.

Lo que me parece más grave es el hecho de que, día a día, se va extendiendo esa neblina disolvente de pesimismo, que no tiene el menor fundamento objetivo, si no es aquel que esa misma intoxicación está provocando.

Y el caso es que, una vez más, este tipo de fenómenos tienen un origen inexplicable, lejos de cualquier sospecha de complot o estrategia astutamente puesta en marcha por oscuros intereses. Se deben, al menos en apariencia, a una dinámica histórica en la que intervienen una multitud de factores, difíciles de identificar.

Pero el caso es que, en un horizonte global con bastantes nubarrones cargados de incertidumbres económicas, conflictos sangrientos con perfiles inéditos y solapadas amenazas que ya creíamos superadas, nuestro país es capaz de albergar algunas incipientes esperanzas, a pesar de las dificultades añadidas por nuestra secular obsesión por los particularismos.

Es cierto que padecemos actualmente un mediocre situación educativa en determinados sectores, ni remotamente mayoritarios.

Pero hay datos que indican un incremento de la calidad profesional de las nuevas generaciones, y de una cultura, que si bien sufre las consecuencia indeseables que todo cambio de paradigma tecnológico conlleva y que compartimos con otras sociedades desarrolladas, se están incorporando a él de forma paulatina y satisfactoria.

El impacto de lo que se califica como la crisis económica más profunda del capitalismo, está provocando situaciones difíciles en muchos sectores sociales, pero el camino de regreso parece fuera de toda duda que ya se ha iniciado.

Nadie, en su sano juicio, podía esperar que una potencia media, dentro del círculo de países desarrollados, como es España, fuese a librarse de los efecto de un cambio de paradigma como el que se está produciendo en el mundo desde hace más veinte años.

Hurgar en los vertederos de la basura política amarillista como lo hace Juaristi, en sus respuestas respecto de la Reina, no solo es periodísticamente irrelevante, sino que añade un imprudente plus de prestigio al discurso disolvente. Lo cual, no era previsible en cuanto a la responsabilidad intelectual de la que ha hecho gala hasta ahora.

Los demagogos, los simplificadores y aquellos para los que el papel de víctimas goza de esa falaz expresión de Régis Debray de que “las bofetadas que se reciben se recuerdan mejor que las que se dan”, están de enhorabuena.

A su escuálido motor le ha incorporado Juaristi, gratuitamente, un turbo-compresor, que añade unos caballos de potencia suplementarios, que ellos sabrán usar debidamente en su carrera hacia ninguna parte.

El sectarismo fanático de cierta pretendida intelectualidad de izquierda, que ya está dando muestras de su inclinación a reducir al silencio a cualquiera que no piensa como ella, no representa, en realidad, ninguna novedad.

Lo que sí es inquietante, por novedoso, es que alguien tenido por respetable, se descuelgue con unas declaraciones que no hacen más que verter gasolina en una pequeña hoguera, sin medir los riesgos de avivarla hasta alcanzar un brillo desproporcionado.

No es para echarse las manos a la cabeza, claro. Pero no es una buena noticia.

Al menos, para mí.

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